Edward H. CARR: LA REVOLUCION RUSA: DE LENIN A STALIN, 1917-1929
Los ''Diez días que estremecieron al mundo'', en expresión de John Reed, vieron el nacimiento de un régimen político, el comunista, que durante setenta y tres años ha dominado, primero, a Rusia, luego a otros países dependientes históricamente de ella (el conglomerado llamado URSS), y, tras
la Segunda Guerra Mundial, un tercio de la humanidad, incluida China. Hoy sólo permanece, con carácter residual y amortizable, en China, Corea del Norte y Cuba; es cuestión de tiempo, poco, que en estos territorios se dé el paso, la transición hacia la democracia de tipo occidental y la economía de mercado, difícil camino porque se parte de premisas endebles, en especial en el ámbito humano (falta de ''entrenamiento''), sin olvidar la anticuada estructura productiva. Ha muerto para siempre el marxismo? No lo sabemos. Pero sí es evidente que ha muerto el leninismo, variante bastante heterodoxa de aquél: no ha sido posible establecer un sistema socialista en países subdesarrollados, sin previa base capitalista madura; Lenin lo intentó por la vía rápida (comunismo de guerra) y fracasó; eligió luego otro ritmo (NEP) más pausado, en alianza con los campesinos, para crear así un mercado real que a su vez propiciase los adecuados mecanismos de financiación para el desarrollo industrial; sin embargo, la muerte del líder y la derrota de Bujarin ante la doble embestida de trotskistas y estalinistas dieron al traste con esta opción; prevalecieron los criterios políticos sobre los económicos; Rusia (Stalin) escogió la ineludible alternativa de la construcción del socialismo en un solo país (visto el fracaso de las expectativas de revolución mundial, tan cara a Trotsky), pero también se inclinó, con menos justificación, por acelerar el desarrollo industrial con el utópico objetivo de alcanzar y dejar atrás en breve tiempo a los países supercapitalistas (Estados Unidos, Alemania, Inglaterra) considerando que, de lo contrario, el avance tecnológico de aquéllos sería inalcanzable; para ello había que hablar de nuevo de política económica y no conformarse con la lenta progresión de las demandas campesinas a la industria. El poder político asumió, mediante la planificación, la iniciativa económica; frente al mercado y la financiación ortodoxa, se impone una economía de producción ''dirigida'', fundamentada en la prioridad de la industria pesada - la más gravosa en consumo de capitales y de menor rentabilidad a corto o medio plazo -. El esfuerzo, en principio, pareció tener éxito, dado que se pudo aprovechar al cien por cien el equipamiento anterior, el entusiasmo de los trabajadores era extraordinario y no faltó ayuda técnica del exterior.
Pronto, sin embargo, se manifestaron las consecuencias negativas, que afectaron esencialmente al campo, colectivizado a la fuerza con el triple fin de fomentar la solidaridad con el sistema, la productividad y la obtención de recursos financieros para la industria. Al menos en los dos primeros aspectos el retroceso fue innegable, pero no hizo variar la voluntad del Partido (de Stalin). Los problemas se seguían viendo, no desde la perspectiva del realismo económico (que sería lo ortodoxo desde el punto de vista marxista), sino de planteamientos políticos cercanos a las luchas personales por el poder.
Todo lo antedicho sale a la luz con claridad en la presente obra, cuyo autor, tan conocido, reúne la condición de marxista a la de historiador riguroso, no sometido a las servidumbres impuestas a sus colegas soviéticos (no hay más que comparar esta historia con la de Gorki, férreamente estalinista, y tantas otras con orientaciones dispares en función de la línea más reciente marcada por el Partido). Previamente, Carr había publicado, a lo largo de varios años, otra voluminosísima obra con el mismo título, pormenorizada. Esta, sin embargo, no es ni un resumen ni una simplificación. Aparecida bastante más tarde, en los años setenta, es un replanteamiento, desde el convencimiento del triunfo definitivo del proceso (sensación por otra parte bastante generalizada hasta en el mundo occidental), de las líneas maestras que siguió la revolución hasta la puesta en marcha del primer plan quinquenal. Las incidencias del camino (altísimo coste humano, desgarramiento del partido, triste final de muchos de los dirigentes, errores graves de previsión) quedan en segundo plano, pero no son olvidadas.
El primer plano de la narración lo ocupa la dinámica interna del Partido Bolchevique, luego Comunista. Esa lucha se manifiesta sólo a nivel superior, entre grupos que participan del poder en el Comité Central o en el Politburó. En este sentido existe un paralelismo muy destacado con lo que fue el sistema del Despotismo Ilustrado, donde
la Corte hervía de tendencias. También podemos prolongar la similitud si consideramos a Lenin como un Soberano aceptado por todos, no cuestionado en su liderazgo, pero cuyas directrices son contestadas a menudo por otros dirigentes. La desaparición de Lenin agudiza los enfrentamientos, que no son ya alternativas estratégicas o tácticas ante los problemas derivados de la implantación del régimen, sino pugnas personales entre los mas ambiciosos jerarcas. La prueba de ello es el oportunismo de Stalin, enemigo encarnizado de Trotsky que, sin embargo, tras la caída de éste, asumirá su propuesta de industrialización forzada y la llevará al extremo; su anterior aliado, Bujarin, defensor a ultranza de
la NEP, el más clarividente (visto desde hoy) y quizá el menos ambicioso de todos ellos, se encontrará abandonado y luego perseguido hasta la muerte por el nuevo dictador. Kamenev y Zinoviev dan bandazos: unas veces desbordan a Trotsky por la izquierda, otras se muestran conservadores, hasta parecer derechistas (esta última fue la acusación definitiva). Trotsky, en cambio permanece fiel a una línea, no se deja guiar por el beneficio personal; ello quiere decir que estaba condenado de antemano: su obsesión por no romper la unidad del partido le costará cara y le llevará a la ruina y también a un triste final (deportación y asesinato).
Carr nos describe breve pero claramente los primeros momentos de la revolución y las actitudes de los entonces escasos y no demasiado optimistas dirigentes bolcheviques (el total de afiliados era mínimo, aproximadamente 75.000, sobre una población de cerca de cien millones de habitantes). El viraje de Lenin poco antes aún fiel a la tesis marxista de la prioridad de la revolución democrático-burguesa, materializado en las famosas ''tesis de abril'' (de 1917), coge a contrapié a sus colegas, pero logra imponer su criterio; su más entusiasta seguidor en este punto, sin embargo, será Trotsky, bolchevique reciente, antes socialrevolucionario (es decir, de raíces ideológicas cercanas al anarquismo). Uno y otro persistirán en su lucha por aprovechar la debilidad de las estructuras del poder, precario, del gobierno provisional; el afortunado golpe de mano de Petrogrado les hace, inopinadamente, convertirse a su vez en el nuevo poder. En esta ocasión, ni el mismo Lenin confiaba en la perdurabilidad de su revolución. En el extranjero se apostaba sobre los días que alcanzaría a cumplir. La desesperada acción de hacer la paz a toda cosa con Alemania le atrajo la simpatía de soldados y campesinos, mientras que, poco después, la descomposición de esa misma Alemania y la posibilidad de que el caos social se produjese también en las demás potencias capitalistas abrió la esperanza, no sólo de la consolidación del régimen, sino de hacerlo la antesala de la revolución mundial. Hoy Moscú, mañana Berlín, pronto París y Londres. Pero quedó en premonición. Aplastado en Alemania y en Hungría el conato revolucionario, ni siquiera esbozado en los restantes Estados, el peligro de derrumbamiento también se hizo visible en Rusia; tras ser disuelta
la Asamblea Constituyente, eliminado el camino democrático y sustituido por la dictadura del proletariado, esto es, del Partido Comunista, la guerra civil aúna las fuerzas antibolcheviques, y en algunos lugares (Ucrania) se intenta consolidar la independencia teóricamente conseguida (afianzada solamente en Polonia, Finlandia y países bálticos); al mismo tiempo, las potencias occidentales intervienen directamente para hacer caer al régimen. Este tiene que reforzar los instrumentos de disciplina y represión (Checa, comunismo de guerra, ejército rojo); su propia eficacia, la descoordinación del enemigo y la retirada de las fuerzas occidentales (por peligro de contagio revolucionario), dan de nuevo la inesperada victoria al partido comunista, que, contraatacando también en el exterior, creará un instrumento de agitación internacional,
la Comintern (III Internacional), con el objetivo de sustituir a la decadente Internacional socialdemócrata (II) en el liderazgo de la clase trabajadora. Pero en este caso, por el contrario, el éxito se esfuma. Los partidos comunistas no pasan de grupúsculos sin base sindical; el obrero de Occidente no se identifica con ellos. Así, junto a la paz interior, lograda tras un holocausto de millones de muertos, se perfila una relación tensa con el exterior de tipo numantino: el enemigo no es sólo la burguesía; también el socialismo democrático es acusado de reforzar y servir los intereses capitalistas (socialfascismo).
Pero los problemas interiores son prioritarios. Lenin así lo considera. El comunismo de guerra no sirve como vehículo para la instauración del socialismo, aunque ha cumplido su objetivo durante la guerra civil. Es preciso cambiar y ralentizar el proceso y así surge
la NEP (Nueva Política Económica). Ante las discrepancias de ciertos sectores de la cúpula del partido, el líder refuerza el centralismo, pero sin negar el derecho a discusiones previas; la línea oficial, una vez marcada, es obligatoria; quien discrepe va en contra del partido, se le acusará de ''fraccionalismo''. De este modo, si la economía entra en una fase de liberalización, el poder político se dota de nuevos instrumentos de control, como mecanismo compensatorio. La contradicción también se extiende al plano organizativo: la nueva URSS (1922) será aparentemente una federación con amplia autonomía y derecho de autodeterminación de las partes; de hecho, sin embargo, el partido comunista, verdadero detentador del poder político, mantiene una rígida estructura vertical.
La muerte de Lenin (precedida por meses de inactividad debido a varios ataques cerebrales) nos impide saber cuál hubiera sido la trayectoria de
la URSS con su primer líder al frente. Es posible que
la NEP hubiera continuado a medio plazo, sin duda mayor que el que cumplió en la realidad, pero sin olvidar que Lenin no la veía sino como una necesidad transitoria (Quizá 25 años?). En cambio, es indudable que el vacío dejado casi de improviso trajo consigo una lucha por el poder cuyo desenlace se explica desde la situación creada poco antes; estaba claro que quien tuviera la palanca de mando del partido se haría con el liderazgo, y ése era Stalin, un perfecto burócrata al mando de unos cuadros renovados por él mismo y vinculados a su destino personal; nada pudieron contra él ni el superior prestigio revolucionario de Trotsky, ni la relevancia intelectual de Bujarin, ni los apoyos de Zinoviev y Kamenev en Leningrado o en
la Comintern. Stalin, de 1924 a 1928, va acumulando poder al tiempo que, mediante alianzas convenientes, se deshace de sus rivales. En 1929 prácticamente éstos han sido vencidos, aunque la obsesiva desconfianza del dictador no se contentará con simples expulsiones, sino que llevará, en un período posterior, a un verdadero exterminio de comunistas que nadie ha igualado.
Carr hace un lúcido análisis de la personalidad de Stalin y encuentra que lo que le define son, por encima de todo, dos notas: el nacionalismo ruso y el afán occidentalizador. Es, por ello, un fiel continuador, no de Lenin, sino de Pedro el Grande; y, como él, cruel y despiadado en sus objetivos. En este sentido no hay duda que triunfó: Rusia se convirtió, tras
la Segunda Guerra Mundial, en potencia de primer orden logrando casi todos los objetivos históricos del imperialismo zarista y del paneslavismo.
En 1979 (primera edición en inglés del libro) Carr contabiliza también como éxito la política económica de Stalin en sus dos facetas: la planificación, y, dentro de ella, la prioridad dada a la industria pesada. En verdad, pocos discutían en aquellas fechas tal consideración. Pero hoy no podemos decir lo mismo. Tras la crisis del 73 la economía de mercado no sólo ha sobrevivido sino que, con el apoyo de los nuevas tecnologías (3
revolución industrial), ha demostrado una capacidad enorme de expansión. Por otro lado, el modelo soviético de planificación ha hundido en la miseria a los países tercermundistas que lo implantaron, mientras que aquéllos que siguieron pautas de libre mercado han pasado a ser potencias de porvenir cada vez más sólido (los Nics). Estos últimos, además, han demostrado otra cosa aún más importante, que el principio según el cual la industrialización racionalizada exigía una industria pesada fuerte (industria de bienes de producción) y sólo tras su consolidación habría de pasarse a desarrollar la industria ligera es una falacia, pues, muy por el contrario, una economía carente de grandes capitales acumula más medios financieros si los invierte en sectores que exigen equipos baratos y que fabrican productos de uso y consumo también de reducido precio para una demanda con poco poder adquisitivo; los bajos costes de producción permiten además competir con ventaja en los mercados internacionales (''dumping social'') y adquirir de este modo, mediante una balanza comercial favorable, recursos adicionales de carácter financiero. Desbordados por el propio atraso tecnológico y la sobredimensión de su industria pesada (en crisis a todos los niveles desde los años ochenta en el mundo entero, y afectada en consecuencia por un doloroso proceso de reconversión), los países comunistas, y
la Unión Soviética en primer lugar, se encontraron descapitalizados, con una industria anticuada y onerosa y sin que hubiera llegado todavía el momento, tantas veces anunciado, de dar preferencia a los bienes de uso y consumo. Después de setenta y tres años, el desabastecimiento de los productos más elementales, agrícolas o industriales, era similar al existente en los tiempos revolucionarios si no peor. De ahí que la caída viniera por implosión, fuera ya de toda posibilidad de enmascaramiento.
Bujarin, pues, tenía razón, al menos en cuanto a realizar una política económica que se basara en la demanda - campesina - de bienes de transformación (textiles, objetos de uso y consumo), lo que a su vez hubiera evitado la ''crisis de las tijeras'', es decir, el desfase entre los precios agrícolas e industriales; el ahorro campesino (no sólo de los kulaks) no se canalizaba hacia la compra de bienes industriales salvo el caso de los pocos tractores a la venta) y no se transfería, por consiguiente, en forma de recursos para nuevas inversiones industriales. Pero de haberse seguido un procedimiento más acorde con esa realidad, es posible que, finalmente, la economía de mercado se hubiera impuesto y el objetivo revolucionario habría carecido de sentido; sencillamente, el comunismo se habría alejado del horizonte para siempre. Lo político, por tanto, era seguir el camino finalmente elegido. Sólo que hizo falta el sacrifico de un número adicional de seres humanos (decenas de millones) para que el divorcio entre lo político y lo económico diera una vez más la razón a lo segundo. Paradójicamente, el marxismo ha derrotado al marxismo, o si se quiere, al marxismo